Luciana Cardoso reflexiona sobre lo expuesto por Jeffrey Miron en el cuarto capítulo del libro “¿Auto-control o control del Estado? Vos decidís” en el marco del proyecto “Leyendo por la Libertad en Argentina” de la Fundación para la Responsabilidad Intelectual junto a Atlas Network.
La mayoría de las sociedades a lo largo de la historia han desarrollado estrategias singulares para regular el uso de diversas sustancias. En 1971, el entonces presidente de EEUU, Nixon, declara a las drogas enemigo número uno del país, dando un comienzo casi formal a la ya existente y conocida “Guerra contra las Drogas” y no me atrevo a negar que eligieron un término muy acertado al referirse a esta pugna. La guerra es un conflicto de interés de los políticos para que la miseria del resto de la humanidad sea más grande. En una guerra siempre se pierde más de lo que se gana, y este caso no es una excepción.
El debate no es muy original. Varios autores ya han echado sobre la mesa efectos y defectos de la intervención estatal en este tema. Una de las falencias más mencionadas y palpables de la prohibición es que no logra concretar su principal objetivo: terminar con el consumo de drogas.
En lugar de ser eliminados, los mercados del rubro pasan a la clandestinidad, adhiriéndose al mercado negro. Esto se puede evidenciar perfectamente en todos los países que han presentado medidas prohibicionistas; Argentina es un claro ejemplo, un estudio realizado en el país sobre la venta de drogas muestra que 4 de cada 5 jóvenes consideran que les sería fácil acceder a drogas ilegales si se lo propusieran, y 3 de cada 4 jóvenes declaran que conocen sobre el consumo de drogas ilegales entre los miembros de su entorno (familiares, amigos).
Aun así, muchos siguen afirmando la necesaria intervención estatal en la materia. El principal argumento de los prohibicionistas es que la medida genera una supuesta disminución en el consumo, pero esta mínima disminución ¿es justificativo suficiente para las medidas? Para responder este interrogante es necesaria una comparación entre costos y beneficios.
Si bien las restricciones generan una caída en el consumo, este descenso no es prominente, incluso existen casos de disminución. Un ejemplo actual es Portugal, quien constituyó un hito en las políticas internacionales sobre drogas al despenalizarlas en 2001. En el mencionado Estado el consumo, especialmente de cocaína, en el grupo más sensible (15–19 años) bajó de 10,8% a 8,6%. Además el consumo de heroína, la droga más problemática, no se ha incrementado, permaneciendo al mismo nivel que presentaba cuando se introdujeron las nuevas políticas.
Si bien este beneficio es una de las consecuencias de la penalización, no es la única. Los costos que genera esta guerra contra las drogas son numerosos. En primer lugar, se reduce la calidad y confiabilidad del producto. En el mercado negro los mecanismos disponibles para la defensa del consumidor son inexistentes, no hay controles de calidad ni venta de dosis estandarizadas, por lo tanto, los casos de sobredosis accidentales y envenenamiento aumentan. Además, no solo el producto en sí no es confiable, sino que las prohibiciones generan que su forma de administración termine siendo, en la mayoría de los casos, insalubre y perjudicial. Muestra de ello es el avance y propagación de enfermedades transmitidas por sangre, como el VIH, por compartir agujas.
Otro aspecto negativo es el incremento de la inseguridad y violencia. Coyne y Hall (2017) explican que “cuando las drogas son ilegales, los usuarios no pueden encontrar canales legales para resolver disputas o buscar protección para sus transacciones comerciales (…) y deben resolver sus propios problemas lo que implica, en ocasiones, el uso de la violencia.” Por ejemplo, a finales de 2006, el gobierno mexicano le declaró una guerra al narcotráfico, esto trajo como consecuencia más de 50 mil muertes, más que en Irak y Afganistán en dicho período.
La corrupción y el despilfarro de dinero son consecuencias adicionales de la prohibición. El narcotráfico ha extendido sus tentáculos en la vida política. Numerosos funcionarios a lo largo de Latinoamérica han sido ligados con el tráfico de drogas. Un caso emblemático fue el Proceso 8.000, sucedió en Colombia donde la Fiscalía General de la Nación y la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia pusieron tras las rejas a importantes personalidades de la vida política, entre ellos senadores, representantes a la Cámara, un procurador general, un ex contralor, y a varios testaferros del cartel de Cali, por cuestiones de corrupción relacionadas con narcotráfico.
Los grandes narcotraficantes son los que más se benefician con la actual prohibición, y los operativos antidrogas que se practican sirven para eliminarles la competencia que enfrentan por parte de los pequeños y medianos distribuidores. Por otra parte el gasto de dinero, infraestructura y recursos es demasiado. Este desembolso, según Miron and Waldock (2010), asciende a USD 50 mil millones al año en los Estados Unidos. Situación que también se refleja en Argentina, entre los años 2016 y 2018, el Estado Nacional gastó aproximadamente 2.400 millones de pesos (USD 122 millones), en la persecución de las personas que consumen drogas. El Observatorio Argentino de Drogas (OAD) dependiente de la SEDRONAR, advertía que sólo un 5% del mencionado presupuesto se destinaban a la reducción de la demanda (tratamiento y prevención de las adicciones).
Estos y otros tantos son los resultados negativos de la penalización. Luego de analizar los factores favorables y dañosos de la intervención del Estado en el uso de drogas ¿podemos decir que el beneficio de disminuir el consumo supera los costos mencionados? El sentido común dicta que no, que deberíamos enfocarnos en la salud, seguridad y libertad, no solo de los consumidores que terminan siendo los más vulnerables (y vulnerados), sino también del resto de la sociedad que también se ve perjudicada por la prohibición. Friedman (1991) nos ilustraba cuando afirmó que “el caso de la prohibición de las drogas es exactamente el mismo que prohibir a la gente comer más de lo debido. Sabemos que el sobrepeso causa más muertes que las drogas. Si en principio está bien que el gobierno diga que no debemos consumir drogas porque nos pueden dañar, ¿por qué no sería correcto que nos diga que no debemos comer demasiado porque nos puede dañar? (…) ¿Dónde ponemos el límite?”. Siguiendo el pensamiento de que el Estado debería prohibir sustancias potencialmente dañinas para la salud ¿por qué no prohibir el alcohol, los cigarrillos o las grasas trans? No existe la más mínima coherencia detrás de semejante diferenciación legal.
En definitiva, durante siglos nos hemos enfocado en negar el problema, de catalogar al consumo de drogas como un TABÚ y recurrir a la medida más fácil pero también la más perjudicial e ineficiente que es la ilegalidad. Deberíamos usar la información y la ciencia para lograr un uso seguro; Enfocarnos en profundizar sobre la responsabilidad y el conocimiento debe ser la prioridad. Dar lugar a una verdad tan obvia que durante siglos ha sido citada: “sólo la dosis hace el veneno” (dosis sola facit venenum, Paracelso, S.XVI).
BIBLIOGRAFIA:
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- Angelika Rettberg, «Empresarios y política en Colombia: un estudio de caso del gobierno Samper(1994-1998)», Revista de Estudios Sociales, 12
- Bonfiglio, Juan Ignacio Barómetro del narcotráfico y las adicciones en la Argentina: serie del bicentenario 2010-2016: informe n°3, año 2016: venta de drogas y consumos problemáticos: una aproximación diagnóstica a las adicciones en jóvenes de barrios vulnerables/ Juan Ignacio Bonfiglio; Juan Martín Rival; Solange Rodríguez Espínola. – 1a ed. – Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Konrad Adenauer Stiftung, 2016.
- Escohotado, A. (2008). Historia General de las Drogas. Espasa.
- Foundations, A. D. (diciembre de 2012). Políticas sobre Drogas en Portugal. Beneficios de la Descriminalización.
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